martes, enero 10, 2006

Litoral

Los ríos suelen dar vida y nombre a las regiones que bañan y a los poblados que se levantan en sus riberas. La provincia de Corrientes así se llama por los cursos fluviales que la rodean y atraviesan; y otras provincias como Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz toman sus nombres de las corrientes fluviales que cruzan sus respectivos territorios. Los ríos Uruguay y Paraguay también han contagiado el nombre a dos países sudamericanos.
Y Entre Ríos no es la excepción. Su nombre cuenta que se trata de una tierra abrazada por las aguas. La provincia es una comarca de suelo fértil donde crece un bosque tropical regado naturalmente por los ríos más caudalosos de la cuenca rioplatense. En la costa ocidental corre el ancho Paraná, que nace en el remoto estado de San Pablo, Brasil, y desde alí recorre 4000 kilómetros hasta desembocar en el Río de la Plata, donde se ramifica formando un asombroso y enmarañado delta.
El río Uruguay, que baña las costas orientales, también viaja desde el sur brasilero, pero con sus 1770 kms de longitud es mucho más corto y menos navegable.

Cuando uno llega al Litoral respira un aire distinto. El aire puro limpia los pulmones. Es increíble que en las ciudades nos acostumbremos a consumir lo que tenemos por aire. Es notable la diferencia que se percibe al llegar. Cada vez que vengo percibo algo indescriptible. Será que siento mis raíces, será que la cultura se manifiesta en lo cotidiano, desde lo profundo. No lo sé… Pero cuando escucho un chamamé, me emociono como si fuera niña nuevamente y me cantaran una canción de cuna.



Quienes han visto el Paraná desde el aire dicen que parece una serpiente dorada que corre entre la maleza verde. Desde la tierra intento imaginarlo. Me asomo desde las barrancas de los márgenes, que asoman como un maravilloso balcón desde donde puede contemplarse el curso zigzagueante hasta perderse en el horizonte.
Luego del amazonas, el Paraná es el segundo río más largo de Sudamérica. Es asombroso saber que recibe las aguas de cuatro países. Sus afluentes más remotos descienden desde la cordillera argentina y boliviana, para unirse más tarde con los cursos de la región chaqueña, conformando un torrente cada vez más enérgico y vibrante.
La inmensa cantidad de sedimentos arrastrados por este caudal a lo largo de los siglos ha originado una formación natural que otros pocos ríos del mundo pueden igualar: el asombroso delta. El Nilo, el Mississippi, el Orinoco son algunos de los privilegiados cursos del planeta que, al igual que nuestro Litoral, cuentan con estos complejos sistemas fluviales, formados por numerosos brazos que se entrelazan, islas que crecen, y una infinita variedad de especies animales y vegetales que encuentran refugio en este fantástico hábitat. Además, el delta es un accidente geográfico en permanente transformación. Como un cuerpo vivo, todo el tiempo cambia y se transforma.



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Durante la primavera, el Delta se cubre de flores. En noviembre y diciembre, las hortensias, cañas de ámbar y jazmines son las más bellas. En el verano, la densa vegetación todo lo cubre y colorea. Y el otoño es el tiempo de coloridos despliegues por el follaje cambiante de árboles como el ciprés pelado, el liquidambar, el roble o la flor de las camelias, que entregan al paisaje su mejor riqueza. La construcciones típicas de las islas se construyen sobre pilotes, para protegerlas de las inundaciones: principal amenaza de la región. Cuando las crecidas son grandes, la vegetación que arrastra la corriente es capaz de traer animales grandes, como lagartos o carpinchos.

Salvo en las grandes ciudades, como Paraná o Santa Fe, la mayoría de la población costera vive del río. La pesca artesanal permite el sustento de aproximadamente 40.000 familias. Don Vieira, un antiguo hijo del río, pescador de nacimiento, nos invita a conocer el interior de ese maravilloso mundo.

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Nos trapamos a un bote con motor y partimos. Navegamos cerca de la costa para hacer menos resistencia a la corriente. Nos acaricia el follaje de los árboles que se inclinan sobre el río. Mientras viajamos hacias las islas, hablamos con el pescador. El islero es alegre, como toda la gente de aquí. Y además cuenta con numerosas anécdotas y recuerdos.

—Cuando yo pescaba con mi padre... allá por el año '52, '53... nos subíamos al chicote y rastreábamos el surubí. Era impresionante la cantidad de pescado. Todos pescados grandes, buenísimas presas... Todo pescado bueno... 30 kilos, 25 kilos...Nos cuenta emocionado.

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Antes de llegar a la isla vamos a revisar el espinel. Tenemos suerte y encontramos un dorado y un surubí, así que don Vieira nos invita a comer en su “ranchada”. Al llegar a la isla, una jauría de perros sale a recibirnos. Hay de todas las edades y tamaños, corren y saltan alrededor nuestro. Son todos muy parecidos, todos de un mismo padre.
Mientras don Vieira prepara los pescados fritos en el fogón, nos cuenta que en las islas vivía mucha gente antes de que las grandes crecidas del '85 se llevara todo. Los isleros criaban chanchos, gallinas, cabras... parece difícil creerlo, pero incluso había escuelas en este lugar que hoy apenas tiene una improvisada ranchada.

Pasamos toda la tarde conversando y comiendo, disfrutando de la tranquilidad de las islas y mirando a los pájaros pescar en el río. Un lagarto overo va hacia la costa a tomar sol, los perros duermen a la sombra de un árbol. De vez en cuando pasan lanchas con gente que pasea disfrutando el río. Los camalotes viajan a la deriva transportando reptiles u otros animales pequeños.



Antes andaba más —nos cuenta—. Al río Paraná lo conozco entero. Cuando era joven, iba y venía. Me gustaba caminar. Quizás me iba a Corrientes y de allí hasta Ibicuy. Kilómetros y kilómetros. Pero ahora ya no... de a ratos me da ganas, porque me gusta...

Salimos a recorrer un poco la isla. Adentro, muy adentro, nos cuenta don Vieira que hay lagunas donde pueden encontrarse animales más grandes como el yacaré. Cerca de la orilla, entre unos pastos veo un extraño pescado muerto, ya seco por los rayos del sol. Sorprendida, le pregunto a nuestro amigo qué es.

—Esa es la palometa. ¡Esa es brava, eh! Es pariente de la piraña. Cuando una piraña atropella, atropella el cardumen. ¡No dejan nada! Hay más en Reconquista, acá cerca de Corrientes… Allá una vez yo fui a pescar surubí. Cuando un surubí quedaba en la malla yo iba a buscarlo a todo remo pero… ¿qué encontraba? El esqueleto nomás. Cri, cri, cri, cri… hacían abajo las palometas. Se lo comían enseguida. Ahí usted no se podía lavar las manos.



Al atardecer volvemos a revisar el espinel. Saca otras dos presas, pero a éstas las guarda en jaulas sumergidas en el agua para mantenerlas vivas y venderlas más tarde.
El sol cae sobre el río y empieza a soplar el fresco del atardecer. a lo lejos, algunas garzas sobrevuelan la corriente. A esta hora los animales se vuelven más activos. Los peces saltan del agua para cazar insectos, y los pájaros aprovechan. Nosotros, en cambio, nos disponemos a descansar después de un largo día y un sabroso y abundante almuerzo. A la noche corre una brisa fresca. Ahora sólo escuchamos el rumor del río.

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Al día siguiente nos despedimos emocionados de don Vieira y nos marchamos río abajo en el bote de otro islero. En una isla próxima conocemos más pescadores y después de hacer algunos contactos y traspasos de lancha, logramos alcanzar el pre-delta, ubicado frente a la ciudad de Diamante.



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Sale a recibirnos un viejo poblador que, para nuestra sorpresa, nos habla en guaraní. No es extraño de todos modos. Aún estamos en el gran área de influencia de esta lengua indígena.
Antes de la llegada de los españoles, la región fue habitada por soiciedades cazadoras recolectoras charrúas y guaraníes. Los primeros fueron diezmados rápidamente, pero los segundos lograron resistir la conquista y en la actualidad perduran muchos de sus rasgos culturales. La lengua es uno de ellos. Y aunque el guaraní sólo se reconozca como lengua oficial en Paraguay, también se habla más allá de sus fronteras, como en el sur de Brasil, el nordeste argentino y el Chaco boliviano.
En Entre Ríos es más difícil encontrar alguien que sepa la lengua, pero este poblador la recuerda y cuenta que otro poco lo está aprendiendo de grande. A mi me resulta muy interesante, y a partir de entonces cada vez que dice algo en castellano lo traduce al guaraní.

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Los pobladores del predelta nos cuentan cómo se ha ido transformando el lugar, cómo se han ido modificando las islas a partir del material que arrastran las aguas del Paraná. Como en la vida misma, mientras algunos espacios desaparecen con el tiempo, otros nuevos van surgiendo.

El río Uruguay es muy distinto. Las islas son menores y la corriente no parece ser tan fuerte, por lo que se forman gran cantidad de bancos de arena con hermosísimas playas. Afortunadamente, aquí no hay palometas ni pirañas, y pasamos increíbles días disfrutando el agua.



En los pueblos del Litoral, el río está completamente integrado a la vida de la gente. Niños y grandes pasean por las playas y disfrutan del agua mientras pueden. Pero es con los chicos con quienes más nos divertimos. No tienen límites en sus aventuras y nos sorprenden con sus juegos. En una de las caminatas encontramos a un grupo sobre el puente. Se gritan cosas, parecen pelear, pero cuando nos acercamos nos damos cuenta de que se están desafiando para tirarse al agua. Yo calculo unos 7 metros y me tiemblan las piernas, pero ellos están acostumbrados. Cada verano juegan así, a pesar de las prohibiciones.
Un grupo se dispersa entre griteríos, pero otro se queda esperando el momento. Finalmente un chico de aproximadamente 12 años se decide y se cuelga del lado del abismo. Vence el miedo, se larga y se entrega al río. Es una alegría incontenible verlo saltar.

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No podíamos dejar el Litoral sin visitar el Parque Nacional El Palmar, ubicado sobre el río Uruguay, a 46 kms de la ciudad de Colón. Se trata de la única reserva nacional de la palmera yatay, que hasta fines del siglo pasado crecía en toda la costa oriental entrerriana. Además, el parque es un increíble espacio de conservación de gran variedad de especies animales y vegetales. Aquí se refugian numerosas especies de culebras, víboras como la yarará, diversos roedores y aves típicas como el carpintero blanco y el real. También se encuentra el gato montés, aunque dicen que es muy difícil avistarlo.

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Caminamos cerca de la ribera y nos devora la selva en galería. Es muy frondosa, con gran cantidad de lianas y enredaderas que se entrelazan. Al poco tiempo llegamos a las ruinas de la antigua Calera Barquín, un sitio histórico ubicado dentro del parque, cuyos edificios —hornos y viviendas— fueron construidos a fines del siglo XVIII.



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A cinco kilómetros del camping, un desvío nos conduce a la glorieta. La tierra grana del camino provoca un increíble contraste con la verde vegetación del parque. Caminamos por una llanura ondulada donde crecen miles de palmeras esculpiendo un asombroso relieve. Los ejemplares más altos alcanzan los 20 metros, y más asombrosa es su altura cuando nos cuentan que tardan casi cuarenta años en crecer cuatro metros.



Llegamos a una barranca que oficia de mirador. Desde allí se puede apreciar el extenso manto de palmeras. Cae la tarde y los verdes se hacen profundos, violentos. El mundo se disuelve en un océano dorado que las aves festejan con su canto.
No quedan ya turistas a estas horas, y mientras el cielo realza su belleza me dejo hipnotizar por esta sinfonía de colores y sonidos.

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