domingo, diciembre 30, 2007

Patagonia



El sol se esconde detrás de las montañas, las últimas luces se obstinan en quedarse hasta casi media noche. En verano los días son interminables en estas latitudes. Después de costear el lago Argentino, el más extenso del país, nos desviamos por una salida de tierra en dirección al lago Roca. La camioneta avanza rápido por el camino de ripio, con cada curva cambia nuevamente el paisaje, a cada instante los últimos rayos dibujan nuevas figuras entre lo cerros.
Comenzamos a rodear el lago, algunos caballos pastan a lo lejos, el tiempo parece detenerse fuera de la camioneta y comienza a divisarse esa línea imaginaria, trazada por el monte Stockes, que conforma el límite con Chile.



Varios kilómetros adelante, en la ruta, se levanta una densa nube de polvo que parece sostenida en el espacio. Me incorporo intentando deducir la causa. No andan demasiados vehículos por estos caminos, no hay muchos lugares a dónde ir. En la Patagonia los caminos parecen ingresar a otra dimensión al pasar esas polvaredas.
Un par de vueltas más e ingresamos en la nube, la camioneta baja la velocidad y nos topamos con una majada de ovejas que corren asustadas a nuestro lado, berreando. Casi a paso de hombre las franqueamos, el peón nos saluda con un movimiento en su rostro. Entonces comienzo a entender a los habitantes de la Patagonia. El tiempo se detuvo fuera de la camioneta, se sienten los instantes transcurrir más lentos, como el gesto de ese hombre, casi imperceptible: una suave inclinación de su cabeza, un lento parpadeo, se transforman en un cordial saludo.





Llegamos de noche a la estancia. La luna dibuja el contorno de los árboles y se refleja en el lago. Comienza a soplar el viento y el frío me sorprende a esta altura del año, a pesar del calor del día. Ahora sólo espero acercarme al fuego que veo adentro de la casa. Me acerco a la "económica", una enorme cocina de metal con discos en la parte superior, que se quitan para regular la llama. En el frente posee una puerta por donde se le introduce leña para alimentar el fuego. La amabilidad no se hace esperar y después de comer algo caliente, nos preparan el lugar para dormir. Fue un largo viaje, pero estoy ansiosa por conversar. Sin embargo, aquí las cosas tienen otro ritmo, y comienzo a sumergirme en él.







Ésta es una estancia típica de Patagonia. Aquí se vive de la cría de ganado ovino. Las construcciones son de chapa y madera, con techo rojo. Varios galpones rodean a la casa, uno grande donde se guardan los cueros y los corderitos, y otro para los caballos y las herramientas. Pero la estancia Nibepo Aike no es igual a todas. Se encuentra prácticamente en el límite del territorio argentino, donde terminan los caminos.
A la mañana temprano salimos a trepar el cerro Cristales. La dificultad de ascenso es media y el camino está bien trazado. Comenzamos a subir entre bosques de lenga y coihue. Algunos matorrales de dorado coiron se entremezclan con arbustos de calafate morado.





El poblador que nos acompaña, al que le dicen “el Viejo”, se detiene y me entrega un puñado de frutos. “Si prueba el calafate, se queda a vivir acá” me dice. "Koonex es el nombre del calafate en tehuelche". Yo miro las montañas a mi alrededor, los lagos Roca y Argentino abajo, los caminos que se adivinan como trazos, los árboles pintados de dorado y rojo, y pienso: “No hace falta comer calafate…”. Pero me gusta entregarme a las creencias de los lugares que visito, y no lo contradigo. Además, el calafate resultó ser muy rico y es ahora una razón más para quedarme…
Cuenta la leyenda que todos los años los tehuelches debían migrar al norte por falta de alimento. Cierto año, una anciana chamán estaba muy débil y no podía marcharse junto a su familia, por lo que construyeron un refugio con pieles para que pueda sobrevivir al invierno. Al llegar la primavera, la familia volvió ansiosa a buscar a la abuela, pero al levantar las pieles sólo encontraron un arbusto espinoso. Todos lloraron alrededor del arbusto y con sus lágrimas humedecieron las espinas. Al día siguiente notaron sorprendidos que le habían brotado frutos muy sabrosos. Tomaron las semillas y las esparcieron por toda la Patagonia y entonces ya nunca tuvieron que volver a dejar sus tierras.



Pasado el primer bosque se hace un claro de pastizales. Tres guanacos interrumpen su almuerzo para mirarnos. Levantan la cabeza y permanecen expectantes cuando pasamos delante suyo miestras continuan rumiando. No se si serán domésticos, pero no mueven un solo músculo, excepto su largo cuello siguiendo nuestro trayecto. Son muy ágiles para correr en la montaña, y ocupan una gran extensión del país sobre la Cordillera, desde Jujuy hasta estos recónditos lugares, en el extremo sur de la Patagonia.
Unos metros más arriba me vuelvo para observarlos nuevamente, y los veo inmóviles. Los tres aún nos siguen con la mirada.





Volvemos a entrar a otro bosque. Los árboles son un poco más bajos. Parecen pintados de ocre y amarillo. Entre las ramas se recorta el azul de los lagos. Detrás, entre las montañas, aparece el imponente glaciar Perito Moreno, con su lengua de hielo sobre el lago. Nuestro amigo se divierte al ver cómo la alegría se dibuja en mi cara y yo no logro contener la emoción. Un cóndor me distrae volando en círculos sobre nosotros, bastante alto, pero no tanto. Reconozco su característico collar de plumas blancas.
Al promediar la subida el bosque cambia. Los árboles se hacen más bajos y retorcidos. Son ñires y están cubiertos de un liquen colgante llamado barba de indio, que crece sólo donde el aire es puro. Otros musgos colgantes de colores más fuertes forman algo parecido a a guirnaldas.
Todo el trayecto ha sido silencioso, sólo se escucha el viento. Nos detenemos a observar nuevamente el paisaje. La soledad de tanta inmensidad nos invade.





Abajo nos esperan el mate y las charlas. Los hombres se preparan para ir buscar la majada de ovejas. "El Viejo" se anima al montar su caballo, como si fuese un ser indivisible que ha vuelto a su integridad. Las vacas, que complementan la producción local, pastan a orillas del lago, donde los pastos son más tiernos. A las ovejas, en cambio, se las deja pastar libremente en las montañas. Durante el verano, las ovejas son conducidas a sitios más altos, a las laderas de las montañas, en busca de pastos nuevos. En otros sectores de la Patagonia, sube el ovejero que las cuida y permanece con ellas en las alturas, en un refugio construido de piedra y madera.
Aquí, por el contrario, cada noche son arriadas nuevamente al corral.



El puma es un enemigo bastante común en toda la Patagonia, y si bien es muy difícil encontrarse con uno, muchas ovejas de la estancia han muerto en sus garras.
Las crías nacen en octubre y se apegan a sus madres hasta mediados de enero. La limpieza de las ubres para facilitar el amantamiento se hace en forma manual, con tijeras especiales. En enero se las esquila, por lo general con máquinas, aunque en algunas estancias muy pequeñas aún usan la tijera para la esquila completa.
Cuando terminan las tareas y los animales están guardados, el lugar vuelve a quedar en silencio. Compartimos un chocolate caliente con pan casero antes de la cena, el viejo con esa sencillez única de gente de campo me regala un frasco de dulce de calafate...tal vez sea su manera de decirme que vuelva.